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Por otra mujer

Lidia dejó caer pesadamente la cabeza sobre su regazo mientras se cubría la cara con las palmas de las manos, estremecida, con la piel erizada. El periódico resbaló por sus rodillas y rodó a los pies del sofá. Una lágrima cayó sobre la página que había quedado abierta y tiñó la fotografía de un hombre aún joven, atractivo, de mirada inteligente.

Sus hombros comenzaron a oscilar, al ritmo de unos sollozos incontenidos e irregulares que nublaron sus pupilas y bañaron sus mejillas. Con horror apreció que no lloraba por él, lloraba de susto, de impresión, de agradecimiento a la vida y a sus caprichos.

Volvió a tomar el diario por la página humedecida y se quedó mirando la segunda fotografía. Era una chica. La reconoció al instante, pero no sintió nada por ella, y esto le asustó.

En el fondo siempre había sabido que Alberto saldría en los periódicos. Nunca había conocido a nadie tan inteligente ni tan minuciosamente detallista y perfeccionista en su trabajo. Era capaz de tantas cosas, sí, siempre tuvo claro que terminaría recibiendo premios y reconocimientos, pero nunca pensó que la fama pudiera llegarle de ese modo.

Desde que la dejó, durante meses había repasado las páginas de sociedad de las revistas, esas en las que se recogen fotografías de enlaces matrimoniales, con familias enteras posando alrededor de los novios. Pensaba que de un momento a otro saldrían los dos, pero eso no había llegado nunca.

No había vuelto a tener noticias de él. Había querido borrar de su memoria aquella imagen de la estación, el momento en el que por fin Lidia había aceptado la realidad. Le había costado años conseguirlo. En sueños, durante meses, volvía a ver en la penumbra esa cúpula que cubría las idas y venidas de los trenes. Teñido por la niebla había un reloj que, como un cordón umbilical que conectase con la vida, dictaba rítmicamente los minutos, mientras le susurraba que él no había venido, que seguía sin venir, que no iba a venir, que debía irse ella también.

Lo que más le dolía ahora era reconocer lo enamorada que había estado, ¿cómo pudo estar tan ciega para querer tanto a alguien así? ¿Cómo pudo verter una sola lágrima, con las humillaciones que le había ocasionado?

El día que encontró en la papelera la impresión del billete electrónico lo cogió rápidamente. Pensó, en su ingenuidad, que Alberto podía haberlo tirado sin querer. Tenía un viaje previsto a Berlín para asistir a una reunión de trabajo, y ahí estaba el resguardo de la compra, enviado a su dirección de correo personal. Pudo ver, sin embargo, que el billete era doble. El segundo viajero era una mujer, Natasha Kornilova. Qué extraño, en su despacho no había ninguna mujer, ni tenía clientes rusos.

Debía haber hablado con él pero nunca lo hizo. Sólo se atrevió a excusar su mala cara de ese día por un fuerte dolor de cabeza. Volvió a sumergirse en el péndulo del disimulo, de quien guarda las formas porque espera una explicación que debería surgir natural, y se llena intermitentemente de resentimiento oculto porque esa explicación nunca llega.

Sentirse dejada por otra persona le costó años de depresión. Y ahora, bañada por las lágrimas, empezó a reírse pensando en las ironías de la vida, si ella hubiera sido la elegida por él, en lugar de Natasha, ahora no sonreiría.

La sonrisa, eso era lo que a Alberto le había conquistado. Tienes sonrisa de ángel, porque sonríes más con los ojos que con los labios, le solía decir. Y Lidia se lo había creído, y pensaba que a Alberto necesitaba su alegría, porque él sonreía poco, y nunca con los ojos, esos ojos grises que parecían velas plegadas y caídas, excepto cuando se enfurecían, momento único en el que recobraban un brillo férreo que parecía bramar.

¿Cómo no se daba cuenta? Se decía ahora Lidia. Y le parecía mentira haber estado tan enamorada. ¿Cómo pudo haber admirado tanto a alguien así? Que la engañaba con otra no fue suficiente para dejar de quererlo, tuvo que llegar el abandono, el desprecio, la promesa incumplida vámonos de viaje los dos para darnos una segunda oportunidad, Lidia, te espero en la estación.

Y ahora esto…

 Se secó las mejillas con el borde de las mangas y descolgó el teléfono.

–  ¿Es la comisaría?

–  Sí, qué desea.

–  Mire, acabo de ver en el periódico la noticia de la detención de Alberto Hinojosa. Quería saber si puedo ir a declarar, fui su novia durante cinco años.

Por el camino Lidia fue pensando qué quería contar. Realmente no lo sabía. Estaba aún bajo la fuerte impresión de quien ha sido despertado de golpe para recibir una dura noticia. Suponía que le harían preguntas, y ella simplemente tendría que contar que siempre había sabido que Alberto era una persona extraordinaria, pero que luego tenía esas cosas, esos silencios de miradas de piedra, esas lagunas en la conversación, cuando de repente dejaba de hablar sobre algo y se quedaba callado, cuando parecía odiar o amar odiando, esa sensación de hombre que oculta. Pensó Lidia durante mucho tiempo que ocultaba su debilidad, que era una forma como otra cualquiera de proteger una sensibilidad que podría parecerle más propia de mujer que de hombre. Quería ver en esos gestos fríos el velo del pudor, de la vergüenza.

Y ahora veía que no. Era hermético porque tenía que ocultar sus deseos. Era callado porque tenía miedo a ser descubierto. Era frío porque no tenía corazón.

–  ¿Nombre? ¿Edad? ¿Profesión?

El interrogatorio no fue muy largo. Hubiera sido peor si Lidia no hubiera controlado sus emociones, pero las controló. Le pareció catártico poder descargar los años de humillación sufridos, ese sentirse controlada y al mismo tiempo ignorada, deseada y despreciada por un ser que tenía poco de aquello que ella había querido ver en él.

No pestañeó cuando conoció los detalles del descuartizamiento, ni cuando le comunicaron que podría ser culpable de otros cuatro asesinatos de caracteres similares que habían tenido lugar durante los últimos años. No movió ningún músculo de la cara cuando supo que se desconocían las causas por las que había asesinado a la mujer con la que vivía, puesto que los psicópatas no suelen atacar a las personas más cercanas.

Pero cuando la policía le entregó el sobre con esa fotografía, entonces comenzó a llorar como una niña, porque se vio a ella misma en la estación, cinco años atrás, esperando a Alberto, con el reloj detrás cubierto de neblina, y un tren que se iba a sus espaldas. Y supo entonces que Alberto, en su acceso de locura, había ido a la estación y había tomado esa fotografía de ella para tener un testimonio gráfico de cómo había conseguido borrar la sonrisa de sus ojos, que estaban inundados de lágrimas, y de sus labios, que se plegaban sobre ellos mismos hasta borrar el carmín. Y entendió por qué Alberto, en su delirio, llevaba encima esa foto el día que mató a Natasha, porque también aquel lejano día había asestado un golpe mortal a Lidia en un intento desesperado por enterrarla viva en las mismas miserias y penumbras que rodeaban su gélida e inerme conciencia.

Auxi Barrios, 09/06/09